El pan de todos

Ha sido muy interesante. De todos los clientes de la panadería, hoy estaban seis señores, todos hombres de sesenta años en adelante y servidor, veinteañero mandado para comprar para toda la familia. Ese es el hecho diferencial, los jubilados compraban una barra. Mediana, grande, pequeña, pero una sola. Excepto dos que iban juntos y se llevaron dos grandes cada uno, cuatro en total. Seguramente comida familiar de sábado. Eran los únicos que hablaban y lo hacían de forma dicharachera, yo como el resto al ir solo calladito y escuchando. Luego en la calle no paré de encontrarme gente de todo tipo con el pan también, lo juro cada veinte metros alguien iba con la bolsa de una panadería y viéndose claramente quien llevaba un pan redondo, una sencilla barrita (más ancianos) o de todo un poco (señoras y señoritas de cualquier edad). Esto a las 12:45 a.m.

Tanto ajetreo por las calles viendo pan por todas partes me distrajo de lo sucedido en la panadería. Inevitable no imaginarme que clase de viejecito seré, si de los que un sábado voy a por pan para uno o para dos, como la mayoría que les mandaría la parienta, o si el paseo para que me dé el aire me servirá para ir con más dignidad que el resto de veteranos porque iré con una misión mayor, menos deprimente. Y el resto de la sociedad, es decir la chica dependienta o el único joven cliente que se hallen en el establecimiento sabrán que este fin de semana tengo más suerte que el resto de los de mi edad, hay en mi casa más gente esperando el pan. Tan cruel como real, se sentía en el ambiente. Ahora, horas después es cuando me imagino haciendo algo impensable: imagino que saco un cuaderno y un boli, y me pongo a hacer una encuesta. Para saber cuantas barras de las que hemos adquirido se acabarán enteras. Pero aparte de que sería una falta de respeto enorme, es que mejor no saberlo.

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